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Vol. 72/No. 25      23 de junio de 2008

 
El legado antiobrero de los Clinton: raíces
de la crisis financiera mundial de 2008
Extracto de artículo en próximo
número de ‘Nueva Internacional’
(especial)
 
Publicamos esta semana la sección final del artículo “El legado antiobrero de los Clinton: raíces de la crisis financiera mundial de 2008” por Jack Barnes, el artículo de apertura del recién publicado volumen número 8 de la revista marxista Nueva Internacional.

“Han pasado siete años desde que William Clinton dejo la Casa Blanca”, escribe Barnes, el secretario nacional del Partido Socialista de los Trabajadores. “Al escuchar a Hillary Clinton, Barack Obama y otros demócratas prominentes, y al propio ex presidente, casi todos los males actuales —desde la guerra en Iraq hasta las mayores dificultades para el pueblo trabajador y la orgía destructiva de las altas finanzas, entre otros— se les pueden achacar a George W. Bush y al Partido Republicano. En las actividades electoreras de las primarias demócratas de 2008, a Bill Clinton le ha dado por describir con modestia el período 1993-2001 como “los mejores ocho años que nosotros hemos tenido en la historia moderna”. (Sí, ‘nosotros’)….

“En realidad”, dice Barnes, “la administración Clinton consolidó un desplazamiento en sentido antiobrero de la política nacional del Partido Demócrata que aumentó la convergencia política de los dos principales partidos de la clase patronal”. Barnes explica que “los elementos más importantes de la política nacional e internacional que hoy día muchos atribuyen a la administración Bush”, tuvieron sus orígenes en medidas adoptadas de 1995 a 2000 por la Casa Blanca de Clinton junto al Congreso dirigido por los republicanos.

En la sección de apertura del artículo, reimpreso de la edición de 2001 del libro Cuba y la revolución norteamericana que viene, Barnes hace una reseña del impacto sobre el pueblo trabajador en Estados Unidos y por todo el mundo de esta convergencia bipartidista. Señala, entre otras cosas, el bombardeo incesante de Washington contra Iraq y las guerras en Yugoslavia; la eliminación en 1996 del programa Ayuda para Familias con Hijos Dependientes (“la asistencia social [welfare] según la conocemos”, usando las infames palabras de Clinton); la promulgación ese mismo año de la “Ley de Antiterrorismo y Pena de Muerte Eficaz” y de la “Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y la Responsabilidad del Inmigrante”, el ataque más grande contra los derechos de los nacidos en el extranjero desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial; y cortes generales en el presupuesto de la asistencia social.

La última sección del artículo, publicada a continuación, está basada en una charla dada por Jack Barnes el 1 de diciembre de 2007 sobre “Nuestra Transformación y la Suya: Desde subprima a subhumano”, que fue presentada en una reunión en Nueva York a la que asistieron unas 400 personas, así como en informes de Jack Barnes al Comité Nacional del PST a fines de 2007 y principios de 2008.

Publicado con autorización. Copyright 2008 Nueva Internacional
 

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En las dos décadas antes de que Clinton asumiera la presidencia en enero de 1993, el capitalismo había sido golpeado por dos recesiones profundas, en 1974-75 (el primer bajón sincronizado en los países imperialistas desde la Gran Depresión), y de nuevo en 1981-82, con un repunte explosivo de inflación entre ambas recesiones. El pueblo trabajador enfrentó fuertes aumentos de precios, “escaseces” de carne y gasolina y más y más desempleo.

Aun cuando se utilizan las propias estadísticas engañosas de Washington (tema al que regresaré), las cifras de inflación llegaron al 13 por ciento en 1979, las tasas de interés a corto plazo alcanzaron un máximo que superó el 16 por ciento en mayo de 1981, y la tasa oficial de desempleo casi alcanzó dobles dígitos en 1982-83.

Durante los años de Clinton, según describí en Cuba y la revolución norteamericana que viene, la clase patronal en Estados Unidos tomó medidas vigorosas para contrarrestar la presión negativa sobre sus márgenes de ganancia “recortando los salarios reales y las prestaciones, acelerando la producción, prolongando la semana laboral, aumentando los trabajos temporales y de media jornada, y reduciendo los programas de seguro social financiados por el gobierno”.

Clinton, al servicio del capital financiero y de los obligacionistas

estadounidenses, se empecinó en perseguir también un “superávit presupuestario” federal. La administración demócrata cosechó el llamado dividendo de paz del período “posterior a la Guerra Fría”: reducciones temporales de los gastos militares posibilitadas por el fin de la Unión Soviética y el colapso del Pacto de Varsovia, al tiempo que el imperialismo norteamericano preparaba una transformación de su “huella” militar global. Clinton redujo en casi el 25 por ciento el número de soldados norteamericanos en activo durante los ocho años de su presidencia y, como proporción del Producto Interno Bruto de Estados Unidos, recortó el tamaño del presupuesto de guerra de Washington en un 37 por ciento.

Pero la Casa Blanca demócrata no empleó los ahorros para “el pueblo”. En lo que podríamos llamar un “dividendo de guerra de clases” nacional, redujo los gastos federales para el seguro social y otros desembolsos sociales, la educación, las prestaciones de veteranos, el transporte público, la investigación científica: todas las principales categorías de gastos del gobierno excepto la salud y el Medicare (organizados como ayuda a las compañías de seguros, los HMO y las empresas médicas), la agricultura (más subsidios jugosos para los agricultores capitalistas y las agroempresas), y la “ justicia” (miles de millones para más policías—armados más fuertemente—así como tribunales, prisiones, modernización de la vigilancia, y cámaras de la muerte).

El ascenso en el ciclo de negocios durante ese período fue largo comparado con normas anteriores; duró 10 años. Pero “no se basó en una aceleración histórica en la inversión de capital para expandir la capacidad productiva”, señalamos en Cuba y la revolución norteamericana que viene. “No se basó en la incorporación de más y más trabajadores a las plantas, minas y fábricas, en el aumento masivo de la producción de bienes vendibles”. Al contrario “la prolongada recuperación en Estados Unidos fue el producto de una enorme montaña de deudas y un gigantesco aumento de ‘instrumentos de deuda’ derivados especulativos”: que, según sabemos ahora, continuo inflándose en los siete años desde que Clinton le pasó el testigo a Bush.

A pesar del “triunfalismo burgués de gran parte de los 90”, esta explosión de deudas estaba aumentando inexorablemente “la vulnerabilidad del capitalismo mundial a las sacudidas repentinas y desestabilizadoras”, dijimos. Y eso ha sucedido, ¡por no decir más!

Para ayudarnos a comprender mejor las raíces de la actual crisis financiera global y sus consecuencias para el pueblo trabajador a nivel mundial, es útil examinar más detenidamente varios puntos que se tocaron breve o indirectamente en Cuba y la revolución norteamericana que viene y que hoy día se plantean de manera más y más aguda para la clase trabajadora.
 

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(1) Mucho antes de que el castillo de naipes financiero del capitalismo estadounidense comenzara a temblar a finales de 2007, la administración Clinton había sentado las bases legislativas para la crisis al eliminar, muy servicialmente, ciertas regulaciones que los banqueros y otros intereses adinerados consideraban “inconvenientes”. En 1999 el secretario del Tesoro, Robert Rubin, antiguo copresidente de la Goldman Sachs, y su subsecretario Lawrence Summers presidieron la abrogación de la Ley Glass-Steagall, que la clase dominante norteamericana se había visto obligada a imponer en 1933 en respuesta a la ola de quiebras bancarias al comienzo de la Gran Depresión. La clase dominante había utilizado la Glass-Steagall, entre otras medidas, para estabilizar el sistema capitalista imponiendo una separación legal entre los bancos comerciales (que realizan ganancias recibiendo depósitos de cuentas de cheques y ahorros de individuos y negocios, y prestando esos fondos a negocios, compradores de casas y otros, a tasas de interés más altas), por un lado, y, por el otro, compañías de seguros, corretajes de valores y bancos de inversiones (estos últimos obtienen ganancias cobrando cuotas a cambio de sus “servicios” a compañías y gobiernos, para los cuales recaudan capital emitiendo bonos, valores y un número creciente de otros “productos financieros” muy apalancados).

La Ley de Modernización de Servicios Financieros, que Clinton promulgó en noviembre de 1999, permitió franquear más fácilmente ese muro, acelerando y magnificando los resultados de las operaciones de las leyes del capital. Proliferaron las fusiones de bancos de depósito, bancos de inversiones, corretajes y compañías de seguros. Ante todo, se abrieron las compuertas a una expansión masiva de los llamados derivados, deudas “titularizadas”, operaciones bancarias “que no aparecen en el balance”, en resumen, complejas apuestas a que el boom financiero capitalista y la adquisición colosal de deudas del Tesoro norteamericano por los gobiernos de China, Japón y otros países seguirían avanzando y subiendo eternamente. Sumas cada vez más pequeñas de garantía (collateral en inglés)—a veces con mínima garantía o sin nada—respaldaban préstamos más apalancados que nunca, con menos y menos estipulaciones de cualquier tipo para riesgos que se disparaban por las nubes.

Un buen ejemplo es Citigroup, el banco más grande de Estados Unidos. La Ley de Modernización de Servicios Financieros de la administración Clinton se hizo ley poco después que Citigroup se formara en 1998 mediante la fusion de Citicorp (entonces el banco comercial más grande de Estados Unidos), la gigantesca compañía de seguros Travelers y la casa de inversiones Salomon Smith Barney. Fue un matrimonio dichoso, pero sin la abrogación de la Glass-Steagall habría requerido legalmente una anulación al cabo de dos años. En julio de 1999, Rubin entregó a Summers las riendas del Tesoro de Clinton. ¡Y en octubre, Rubin desvergonzadamente aceptó un empleo con un sueldo inicial de 40 millones de dólares anuales como presidente del comité ejecutivo de Citigroup! No por nada muchos tildaron la nueva ley como la “Ley de Autorización de Citigroup”.

Rubin, vale decir, aún ocupaba ese puesto en mayo de 2008, después de que Citigroup sufriera anulaciones y pérdidas de más de 40 mil millones de dólares—sí, miles de millones—en los 15 meses anteriores por el fracaso de derivados y otros “instrumentos de deudas”. ¡Poco vale la “magia” de un corredor de bonos de Goldman Sachs ante la ley del valor del trabajo!
 

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(2) La administración Clinton se empeñó activamente en mantener bajos los precios mundiales del oro, ayudando así a mantener un “dólar fuerte”, tasas de interés relativamente bajas y al menos dar la apariencia de que la inflación se mantenía bajo control.

El “equipo financiero” de Clinton organizó medidas para promover el llamado comercio diferencial (carry trade) del oro. Es decir: gobiernos e instituciones financieras imperialistas prestaban oro de sus bóvedas a tasas baratas a grandes “bancos de lingotes” (como JPMorgan Chase, Citigroup, Goldman Sachs y Deutsche Bank). Luego, estos bancos vendían el oro prestado, reinvertían los beneficios a tasas más altas y apostaban a que el precio del oro bajaría para cuando tuvieran que comprar de nuevo el metal precioso para saldar los préstamos. Mientras funcionó bien el comercio diferencial (es decir, mientras los precios del oro no subieron a ritmo acelerado), el gobierno estadounidense logró sus metas y les fue de maravilla a los bancos de lingotes, así como a los más grandes consorcios de minas de oro.

La Casa Blanca de Clinton también mantuvo bajos los precios del oro al instar a sus rivales imperialistas y al Fondo Monetario Internacional a que vendieran públicamente sus propias reservas de lingotes. Lo hizo de forma cínica, sermoneando que los ingresos se podrían utilizar para “condonar deudas” para “ayudar a países del tercer mundo” agobiados por pagos de interés onerosos. Al testificar ante el Congreso en abril de 1999, el entonces subsecretario del Tesoro Summers dijo que el ingreso de dichas ventas de oro se podría utilizar para apoyar “a los países más pobres del mundo, especialmente los que aguantan una deuda insostenible”. Prometió que estas ventas de oro podrían “realizarse de manera de limitar el impacto adverso en los tenedores y productores de oro, así como en la bolsa del oro”.

El resultado del embuste de la administración Clinton no se hizo esperar. En mayo de 1999, cuando los precios mundiales del oro eran los más bajos desde mediados de los 70, Gordon Brown—entonces ministro del tesoro del Reino Unido, hoy su primer ministro—anunció que Londres pronto comenzaría a vender la mitad de sus reservas de oro. Al contrario de la garantía de Summers de que esas ventas podrían “realizarse de manera de limitar el impacto adverso”, el anuncio de Brown desató tal pánico en las bolsas mundiales que los precios del oro bajaron otro 10 por ciento en las semanas siguientes hasta 253 dólares la onza, el punto más bajo en 20 años, ¡precio al que él rápidamente vendió más! En cuanto a lo de ayudar a los “países más pobres del mundo”, basta recordar que entre los principales exportadores mundiales se encuentran países semicoloniales como Perú, Indonesia, Uzbekistán, Papua-Nueva Guinea, Chile, Ghana, Malí y Tanzania, así como Sudáfrica, ¡cuyos ingresos por la extracción y exportación del oro y otros metales preciosos fueron devastados!

Durante los años siguientes, los bancos centrales del Reino Unido, Suiza y Canadá sí vendieron más de la mitad de sus reservas de oro—a precios históricamente bajos—y otros bancos centrales también vendieron reservas importantes. Entretanto, el Tesoro estadounidense prácticamente no vendió nada de sus propias reservas de oro, las cuales—casi 9 mil toneladas—representan con mucho el mayor acaparamiento del mundo (más de la cuarta parte de las reservas oficiales de oro a nivel mundial). A partir de 2002 los precios del oro comenzaron un lento ascenso, que al cabo de unos años se aceleró. Para mayo de 2008 el valor de las reservas de Washington había aumentado en más del triple, de 67 mil millones de dólares a casi 225 mil millones.

¡Vaya plan para ayudar a “los países más pobres del mundo”! Y de paso, ¡aventajar a tus “amigos” imperialistas!
 

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(3) Para ayudar a encubrir el creciente saldo social del sistema de ganancias, la Casa Blanca de Clinton sencillamente borró a millones de trabajadores desocupados de las cifras mensuales de desempleo del gobierno.

Clinton aprendió este acto de desaparición de una administración demócrata anterior. Durante el primer año de su presidencia en 1961, John F. Kennedy se había inquietado por las repercusiones políticas que tendría un fuerte aumento en el desempleo ese año. Así que nombró un comité para buscar una solución: no una solución para poner a la gente a trabajar de nuevo, sino para guardar mejor las apariencias. Unos años más tarde, el gobierno federal les puso una etiqueta a los trabajadores que no habían logrado encontrar trabajo por tanto tiempo que habían dejado de buscar. Los llamó “trabajadores desalentados”, dejó de contarlos como desempleados. ¡Voilà! ¡El “nivel de desempleo” bajó de la noche a la mañana!

Clinton, quien también enfrentó altos niveles de desempleo al comienzo de su mandato, llevó las cosas un poco más lejos. Aunque desde los años 60 los “trabajadores desalentados” habían dejado de ser contados como desempleados, no obstante se les incluía en la fuerza laboral global. Evidentemente eso todavía revelaba demasiado sobre la situación real que enfrentaba el pueblo trabajador. ¡Así que en 1994 la administración Clinton decidió que solo los trabajadores que hubieran estado buscando trabajo durante menos de un año serían considerados como parte de la fuerza laboral!

Es así que Clinton, con la varita mágica de las estadísticas, desapareció a millones más de trabajadores desempleados. Y hasta la fecha los siguen desapareciendo.
 

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(4) Por último, la administración Clinton otorgó una bonanza permanente de ganancias a la clase patronal al amañar la manera en que se calculan los ajustes anuales por el costo de vida en los pagos de salarios, del Seguro Social y de otras prestaciones para decenas de millones de trabajadores y familias obreras en Estados Unidos. Esta es una cuestión decisiva para el pueblo trabajador, como lo demuestra el hecho que los salarios reales en este país hoy día—aun según las estadísticas del gobierno—son un 10 por ciento más bajos de lo que eran hace 35 años, en 1973.

En 1997 la administración Clinton, en base a las propuestas de una comisión bipartidista que la Casa Blanca había convocado, decretó que la principal medida de inflación del gobierno—el índice del Precio al Consumidor (CPI)—ahora se calcularía de manera que redujera considerablemente las cifras oficiales de precios. Esta obra de magia se produjo usando dos trucos en particular.

Primero, la administración Clinton alegó haber descubierto un sorprendente error de omisión en la forma en que se habían calculado las cifras de inflación desde que esas estadísticas habían comenzado a mantenerse décadas atrás. Anteriormente, por ejemplo, si el precio de un bistec subía, ese aumento se reflejaba en las cifras del CPI. Sin embargo, a los comisionados de repente se les ocurrió que cuando el bistec se pone demasiado caro, “la gente” sencillamente lo remplaza comprando carne molida para hamburguesas. Así que el costo de la hamburguesa debería de remplazar el precio del bistec en el CPI. ¡Shazam! Cero inflación en el costo de la carne. Y como señalara un comentarista cínico, “El Nuevo sistema ahora les promete carne molida y ¿después qué, acaso comida para perros?”

La administración Clinton también introdujo lo que denominó “hedónica”—de la misma raíz que la palabra “hedonismo”—a los cálculos de la inflación. ¡Por tantas décadas!, los comisionados descubrieron, los estadísticos habían pasado por alto el hecho que el “placer” que los trabajadores y otros derivan de los bienes que compran aumenta cuando se introducen nuevos modelos. Puede que los autos sqean más caros, pero ahora podemos abrir y cerrarlos con llave mientras caminamos por el estacionamiento. Y cuando remitamos el próximo pago por esa nueva computadora, debemos tener presente que su velocidad y memoria se han expandido, así que en realidad es más y más divertido, ¡y cuesta menos y menos por carcajada!

En resumidas cuentas, ¿de qué se trata? Si bien se dedujo que la cifra oficial del gobierno estadounidense para la inflación anual a finales de 2007 era 3.2 por ciento, habría sido 7 por ciento—más del doble—si se hubiese calculado con los métodos utilizados por cada administración antes del cambio impuesto por Clinton y el Congreso dirigido por los republicanos. Y eso significa cientos de millones de dólares en ganancias adicionales para la clase patronal, quienes ahora les pagan a los trabajadores mucho menos en ajustes por el costo de vida para los convenios salariales, el seguro social, la salud, la indemnización por incapacidad y otras prestaciones.

¿Qué significa para la vida cotidiana de la mayoría trabajadora en Estados Unidos? A comienzos de 2008, menos de medio año después de la cifra oficial de inflación que acabamos de citar, el gobierno norteamericano anunció que su llamado índice del Precio al Consumidor ahora iba un poquito más elevado, a una tasa anual del 4 por ciento. Pero un vistazo más cuidadoso a los mismísimos datos de precios (aun utilizando los propios métodos chuecos del gobierno) revela que los costos de necesidades como comestibles, gasolina y atención médica han aumentado en promedio más del 9 por ciento comparados a un año atrás. Eso incluía un alza del 13 por ciento en la leche y otros productos lácteos, 7 por ciento en el pan y los cereales, 8 por ciento en la atención hospitalaria (¿quién se cree que no aumentó aún más?), y un colosal 33 por ciento tanto en la gasolina como el combustible para la calefacción doméstica.

Sin embargo, la administración del Seguro Social anunció que en 2008 los casi 50 millones de personas que reciben prestaciones de jubilación recibirán un aumento por el “costo de vida” del 2.3 por ciento en sus cheques mensuales: unos míseros 24 dólares por mes para el beneficiario medio. Y decenas de millones de trabajadores tendrán suerte si acaso reciben un ajuste salarial por la inflación, por pequeño que sea.

Estos cambios que efectuó la administración Clinton se sumaron a la estafa estadística iniciada dos décadas antes, cuando los precios de la gasolina y los alimentos, en especial, se dispararon vertiginosamente a mediados y finales de los 70. Washington, con su sabiduría bipartidista, muy convenientemente decidió en ese momento que a la política monetaria federal le convendría más una cifra que “allanara” las fluctuaciones de precios que supuestamente son fuera de lo común. Entonces, además de las cifras de inflación que el gobierno había venido calculando y publicando durante décadas, comenzó a publicar lo que llamó cifras de “inflación subyacente” (core inflation), ¡que omitían los costos de energía y de alimentos!

No sorprende entonces que siempre que hay un alza brusca de los precios en el supermercado y en la gasolinera, los políticos capitalistas y los portavoces del gobierno se ponen a hablar de “inflación subyacente”. En una caricatura reciente se veía al dueño de una gasolinera que trataba de calmar a un conductor airado al lado de la bomba de gasolina: “Sí, es una barbaridad. ¡Pero no es una barbaridad subyacente!”
 

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Cuando la Ley de Modernización de los Servicios Financieros se aprobó en 1999, Lawrence Summers, quien para entonces había remplazado a Robert Rubin como secretario del Tesoro de Clinton, la aplaudió como “la base de un sistema financiero para el siglo XXI”. ¡Indudablemente lo fue!

Mayo de 2008

 
 
 
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