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   Vol. 69/No. 36           September 19, 2005,         SPECIAL ISSUE  
 
 
Respuesta racista y antiobrera
del gobierno indigna a trabajadores
(portada)
 
POR BRIAN TAYLOR
Y LAURA GARZA
 
NUEVA ORLEANS, 5 de septiembre—Miles de personas regresaron hoy a vecindarios en las afueras de esta ciudad. A medida que los autos se detuvieron en la carretera embotellada y calurosa —faltando solo unas horas antes del toque de queda para recoger algunas pertenencias— muchos trabajadores se pusieron a conversar entre sí. Constatamos su indignación ante la respuesta del gobierno a nivel federal, estatal y local, así como de los políticos capitalistas, al desastre social que ha surgido desde el huracán Katrina.

Convoyes militares recorrían la ciudad, saturando las carreteras junto con tropas de la Guardia Nacional y policías estatales y municipales. Sobrevolaban constantemente los helicópteros.

Diez minutos después de haber entrado a la ciudad, cerca de la calle Magazine, donde a menudo pasaban vehículos de la policía y del ejército, nos encontramos con un grupo de vecinos que nos dijeron que aún no habían recibido ni alimentos ni agua de ningún funcionario o agencia.

“Llevamos aquí siete días”, dijo Cleveland Frenell hijo. “Tengo una cortadura en la mano. No he podido obtener ayuda médica. Ayer fue el primer día en el que recibimos algo. Lo que nos dieron fue agua y papel sanitario, y ni siquiera fue del gobierno. Fue gracias a algún individuo. Todos hablan de lo que van a hacer y nadie ha hecho nada”. Cuando le preguntamos qué hacen los militares o la policía, Frenell exclamó: ¡Nada! ¡No hacen nada! Se pasean de un lado al otro”.

Frenell y sus vecinos habían cocinado frijoles con chorizo que habían conseguido poco después del huracán, cuando los vecinos abrieron algunas tiendas para permitir que la gente obtuviera comida. Ofrecieron compartir su comida y les dimos agua, cosa que es difícil de conseguir.  
 
‘Policías nos amenazaron con pistolas’
“Anteayer unos policías nos amenazaron con sus pistolas”, dijo otro miembro del grupo, Joseph Webber, de 61 años, un mecánico por cuenta propia. “Regresábamos en bicicleta del Centro de Convenciones adonde habíamos ido a buscar agua. Exigieron que les dijéramos donde vivíamos, que les mostráramos documentos de identificación, y que dijéramos lo que hacíamos. Podían ver claramente que traíamos agua”. El grupo se mantiene junto de día y no sale de noche. “La gobernadora dio órdenes estrictas a la policía autorizando que usaran los medios que quisieran”, dijo Webber. “Te pueden disparar y después decir lo que quieran. La policía nos trata como basura. Por eso nos mantenemos juntos”.

El 6 de septiembre el alcalde de Nueva Orleans emitió una orden de evacuación obligatoria para todos los residentes que permanecían en la ciudad. Según funcionarios municipales, se calcula que evacuarán a unas 10 mil personas, por la fuerza, de ser necesario.

En una zona de condominios, hablamos con Robert LeBlanc, gerente del complejo Park VII. “Ahora están aquí como buitres”, dijo aludiendo a los soldados. “Pero ya es muy tarde. Nos dijeron, ‘Prepárense, sepan adónde van, qué van a hacer’, pero fueron ellos los que no estaban preparados”.

“Lo que me enojó no fue el huracán sino la manera en que actuó el gobierno”, dijo LeBlanc. No hubo un verdadero esfuerzo para evacuar o ayudar a la gente después del huracán. Describió un cadáver que quedó abandonado cerca de la esquina de Magazine y Jackson hasta que, unos días después, alguien le construyó una barrera de ladrillos a su alrededor. Todavía estaba ahí cuando pasamos, aunque ahora lo guardaba un soldado. “Podía haber sido cualquiera de nosotros”, dijo.

Al llegar a la ciudad nos habíamos incorporado a una cola de autos de residentes de la parroquia Jefferson, esperando a que les permitieran regresar a visitar sus casas y recoger algunos artículos que necesitaban. Les habían ordenado que salieran de la ciudad antes del toque de queda a las 6:00 de la tarde. Nicole Flowers, una trabajadora de restaurante de 34 años de edad, nos llevó a Harvey, el vecindario en donde vive.

“La gente queda separada de sus familias”, dijo Flowers. “No se hace nada para mantener unidas a las familias. No te dicen adónde ir a buscar ayuda, canjear cheques, obtener comida u otros artículos. Y si te dicen adonde ir, llegas y nadie sabe de qué estas hablando”.

Bernard Johnson, de 45 años, trabajador de una compañía de suministro de alimento, se quedó en su apartamento durante el huracán. No sabe dónde está su familia o si están juntos. “He estado pasando la noche en la intemperie”, dijo Johnson. “No podemos vivir adentro porque se derrumbó el techo, y las alfombras y los muebles están mojados”. No había visto ningún autobús circulandos por la zona para recoger gente.

Dijo que cuando los vecinos pidieron ayuda, la policía les dio el número del servicio de emergencia del presidente de la parroquia. Mucha gente no tiene teléfono que funcione, y cuando usan un teléfono celular prestado, el número siempre da ocupado.

“Lo que más me preocupa es que necesitamos hielo”, dijo Hazel Thomas, de 32 años. Una amiga “tiene ataques de epilepsia, y si tiene mucho calor necesita hielo, y lo único que tenemos son botellas de agua tibia”.

Como muchos otros trabajadores aquí, ella ha tomado muchas iniciativas —a veces peligrosas— para salvar a otras personas, como haber trasladado a dos mujeres de edad avanzada a un edificio más seguro cuando se derrumbó su techo durante el huracán. “En este sitio hay más de 100 personas que necesitan salir de aquí”, dijo Thomas.

El 4 de septiembre llegó la Cruz Roja y entregó cajas con 12 paquetes de comida del ejército y un poco de agua. “Dijeron que regresarían hoy para recoger gente”, dijo Thomas, “pero no los hemos visto”.

Lo que ahora enfrentan millones de personas en esta región es la batalla para conseguir empleo, vivienda, atención medica y necesidades de todo tipo desde ropa hasta muebles. A partir de su experiencia reciente, muchos trabajadores aquí están reconociendo que para esto habrá que luchar.
 
 
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