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Vol. 74/No. 38      11 de octubre de 2010

 
Conquistas sociales de
la lucha de los negros
 
A continuación publicamos un extracto del libro Malcolm X, la liberación de los negros y el camino al poder obrero, por Jack Barnes, secretario nacional del Partido Socialista de los Trabajadores. El fragmento es del capítulo “La ‘meritocracia’ cosmopolita y la estructura de clases cambiante de la nacionalidad negra”. Copyright © 2010 Pathfinder Press. Reproducido con permiso.

POR JACK BARNES  
Una de las conquistas más importantes en la lucha de masas con dirección proletaria por los derechos de los negros en los años 50 y 60 fue la ampliación considerable del salario social de los trabajadores que se había conquistado como producto derivado de las batallas obreras que forjaron los sindicatos industriales en los años 30. Como resultado directo del movimiento que derrocó al sistema Jim Crow y de las rebeliones urbanas que estremecieron el país y la confianza de la clase dominante, se conquistó el Medicare y el Medicaid en 1965. Y en 1972 —35 años después de las leyes originales de la Seguridad Social— se estableció el programa de Ingreso Suplementario de Seguridad (Supplemental Security Income, SSI) para los ciegos, los minusválidos y las personas mayores.

La Ley de Seguridad Social de 1935 había incluido pequeños pagos suplementarios de jubilación para muchos trabajadores, seguro por desempleo e indemnización al trabajador obligatorios a nivel federal, así como ayuda para niños dependientes (que se paga a las madres que cumplen los requisitos). Es importante recordar que esta ley había sido redactada por la administración Roosevelt para cumplir las necesidades del capital al limitar las concesiones lo más posible. Por ejemplo, no solo se financiaba parcialmente las prestaciones por jubilación con un impuesto por nómina a los trabajadores (una medida regresiva y antiobrera), sino que la intención era que las cantidades mínimas que se pagaban fuesen apenas un pequeño suplemento a lo poco que los trabajadores lograran ahorrar para la vejez (nada, en la mayoría de los casos) o consiguieran de sus hijos adultos.

Es más, ya que en 1935 la esperanza de vida promedio era menos de 62 años, y menos de 60 años para los hombres, la suma que se anticipaba que pagaría el gobierno en prestaciones de pensión a partir de los 65 años sería muy pequeña; en efecto, en casi la mayoría de los casos ¡no sería ni un centavo!

Los pagos de la Seguridad Social no tenían por objetivo defender y fortalecer a la clase trabajadora. Se devolvía a los trabajadores apenas una suma simbólica por la riqueza producida con nuestro trabajo social. La Seguridad Social tenía como objetivo reforzar la responsabilidad de la familia pequeñoburguesa de satisfacer las necesidades de los jóvenes, los ancianos, los discapacitados y los enfermos; entre otras cosas, se buscaba fortalecer la norma social de que el lugar que le correspondía a las mujeres de la clase trabajadora con hijos dependientes era el hogar. (Digo mujeres de la clase trabajadora, porque la familia burguesa siempre ha contratado o mantenido toda un tropel de nodrizas, niñeras, tutoras y hasta paseadores de perros: en este último caso, el sustituto cómico en el siglo XXI del mozo de cuadra del viejo establo burgués).

Todo el cotorreo mojigato de los gobernantes capitalistas y sus portavoces acerca de “defender a la familia obrera” se usa solo para opacar las relaciones sociales burguesas y absolver a las familias dominantes capitalistas y a sus instituciones gubernamentales de la responsabilidad social por la alimentación y el vestido, la educación, la atención médica, la vivienda, el transporte y más. Es la bandera bajo la cual se impone estas responsabilidades a los trabajadores individuales, es decir, principalmente a las mujeres.

Estas relaciones de propiedad capitalistas son la fuente de tanta miseria personal y “familiar” hoy día. Solo cuando sean desarraigadas por la acción revolucionaria de las clases trabajadoras, por nosotros mismos, solo cuando la compulsión económica —el “nexo del dinero”— deje de ser la base de toda interacción social, surgirán finalmente nuevas relaciones humanas. Ni siquiera podemos empezar a imaginarnos lo que serán esas relaciones, pero de lo que sí podemos estar seguros es que esas relaciones tendrán muy poco en común con la familia pequeñoburguesa de hoy, mucho menos con la familia acaudalada de la clase capitalista.*

El pueblo trabajador tiene un interés vital no solo en defender el salario social por el cual hemos luchado y que hemos conquistado, sino sobre todo en forjar un movimiento social y político de la clase trabajadora, de carácter masivo, para extender estas conquistas a todos como derechos universales, no como beneficencia que se otorga solo a los que pueden probar que la necesitan. Con nuestro trabajo, la clase trabajadora, en este país y a nivel mundial, produce riqueza más que suficiente para brindar la educación, la atención médica, la vivienda y la jubilación a todos los seres humanos en el mundo, para toda la vida.


* Al contrario de las aseveraciones interesadas de los ideólogos capitalistas, no existe tal cosa como la “familia obrera”. La palabra familia viene del latín y significa el conjunto de los esclavos que son propiedad de un hombre. Desde el origen de la sociedad de clases, la función principal de la familia ha sido siempre la de preservar la riqueza acumulada y propiedad privada de la clase dominante —ya sea ganado, esclavos y haciendas, o capital en tierras, minas, plantas y fábricas— y garantizar su transferencia ordenada de una generación a otra.

La contrapartida actual de esta institución entre las masas trabajadoras sin propiedad (que también, de manera confusa, se conoce en el hablar cotidiano como la “familia”) desciende de la familia pequeñoburguesa del campesinado: una unidad productiva en la que cada hombre, mujer y niño de todas las generaciones trabajaba bajo el dominio del padre para suplir las necesidades de la vida. La supervivencia de los miembros individuales de esta unidad de producción dependía de los aportes mutuos de todos.

Con el ascenso del capitalismo industrial, nació un proletariado hereditario al ser despojado forzosamente el campesinado de la tierra. Los miembros de la familia campesina anteriormente productiva —ante todo los niños y las mujeres— ahora se veían obligados a vender su fuerza de trabajo como individuos en el mercado a un empleador, con toda la brutalidad que eso producía. Así fue destrozada la familia pequeñoburguesa. En La situación de la clase obrera en Inglaterra, publicado en 1845, el joven Federico Engels, con mucha elocuencia y compasión, describió las consecuencias terribles de este despojo y proletarización a medida que ocurría ahí y en toda Europa occidental.

La clase trabajadora en todas partes se organizó y luchó para limitar el grado de esa explotación, al exigir una jornada laboral más corta, la limitación del trabajo infantil, salarios más altos y leyes para regular las condiciones en las fábricas. Entretanto, ejércitos de reformadores burgueses y pequeñoburgueses se dedicaron a reimponerles a los trabajadores y agricultores como individuos, y sobre todo a las mujeres, la responsabilidad de reproducir y mantener a la clase trabajadora, incluidos los que son demasiado jóvenes, viejos o enfermos para vender su fuerza de trabajo. Las complejidades concretas de esta transición histórica en la propiedad y las relaciones sociales —de las precapitalistas a las capitalistas— han variado de una parte del mundo a otra. Pero hoy día, la forma moderna de la familia pequeñoburguesa puede ser reconocida universalmente tanto por el obrero de fábrica en Shanghai como su compañero de clase en Manchester, Atlanta, Cairo, Johannesburgo o Ciudad de México.

Para leer más sobre el origen de la familia en la sociedad de clases, ver Communist Continuity and the Fight for Women’s Liberation (La continuidad comunista y la lucha por la liberación de la mujer), primera parte (Pathfinder, 1992), editado por Mary-Alice Waters.

 
 
 
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