El fallido intento del 8 de enero por miles de partidarios derechistas para provocar una intervención de las fuerzas armadas de Brasil contra el recién presidente electo Luiz Inacio Lula da Silva, ha preparado el escenario para una mayor polarización social y política a medida que la economía del país continúa en crisis prolongada.
Después de que da Silva, conocido como Lula, ganó en una reñida segunda vuelta electoral en octubre pasado, los partidarios del presidente saliente Jair Bolsonaro acamparon frente a los cuarteles militares, bloquearon las carreteras y entraron a los edificios gubernamentales en la capital del país, Brasilia, llamando a la destitución de da Silva.
El ejército y la policía sacaron a los ocupantes, con arrestos y ahora investigaciones contra muchos de los involucrados.
Antes de las elecciones de octubre, los tribunales del país, los líderes empresariales y el alto mando del ejército cerraron filas, rechazando la afirmación de Bolsonaro de que iba a haber fraude electoral, reflejando el deseo de la clase dominante de mantener la estabilidad.
El juez de la Corte Suprema Alexandre de Moraes incluso invitó a representantes de las fuerzas armadas a hacer “inspecciones” del proceso de votación, sentando un precedente peligroso en un país que hasta 1985 estaba gobernado por una dictadura militar.
El día después del enfrentamiento, los dirigentes del senado y de la cámara baja, así como todos los gobernadores de los 27 estados de Brasil, se unieron a da Silva en Brasilia para evaluar los daños.
“Tenemos un nuevo presidente”, dijo Luciano Hang, multimillonario y partidario de Bolsonaro. “Tenemos un nuevo gobierno. Apoyemos al piloto, para que tengamos un buen vuelo, porque yo estoy dentro del mismo avión”.
Gobierno de coalición de Lula
Las elecciones marcan el tercer mandato de da Silva como presidente. Cuando ocupó el cargo de 2003 a 2011, presidió un auge económico que permitió a su gobierno implementar modestas reformas de bienestar social que le ganaron una amplia popularidad. Desde entonces, la economía de Brasil ha sido golpeada por la crisis mundial del capitalismo, para la cual los gobernantes no tienen otra solución sino pasar la carga a las espaldas del pueblo trabajador.
Bolsonaro, un veterano congresista de derecha, fue elegido en octubre de 2018, presentándose como el candidato antisistema y anticorrupción, aprovechando la profunda desconfianza del pueblo trabajador hacia los políticos capitalistas.
Su presidencia estuvo marcada por recortes en el gasto social, alta inflación, desempleo y un desastroso manejo de la pandemia de la COVID-19. Los insultos racistas y contra las mujeres de Bolsonaro, así como su negativa de reconocer la brutalidad policial y sus elogios de la dictadura militar de 1964 a 1985, también contribuyeron a su derrota electoral. Más de 12 mil personas fueron muertas por la policía en 2020-21.
El año pasado, los trabajadores metalúrgicos se declararon en huelga contra los recortes de empleo y para exigir aumentos salariales. También hubo protestas de empleados públicos contra la congelación salarial impuesta hace tres años por el gobierno de Bolsonaro. Para ganar el apoyo de los capitalistas, da Silva trabajó para moderar su imagen y aseguró que los mercados globales pueden contar con él.
Eligió a Geraldo Alckmin, un conocido político capitalista y antiguo rival político, como su compañero de fórmula para la vicepresidencia. Los granjeros de gran escala, un grupo que Lula describió como “fascistas y derechistas” en una entrevista televisiva en agosto, habían estado sólidamente a favor de Bolsonaro. Pero después de que Lula eligiera a Alckmin, Neri Geller, vicepresidente del caucus agrícola en el Congreso, lo respaldó.
Bolsonaro está, dijo Geller, “empantanado en luchas ideológicas con China, por ejemplo, nuestro mayor socio comercial, mientras que Lula sabe cómo ser un líder que tranquiliza a los mercados”.
Los capitalistas brasileños también esperan que la elección de da Silva reabra las conversaciones sobre un acuerdo comercial muy deseado desde hace tiempo entre Mercosur, un bloque comercial sudamericano, y la Unión Europea. El acuerdo ha estado estancado desde 2019.
Las acciones del 8 de enero pueden convertirse en la mayor oportunidad de da Silva para ampliar su margen de maniobra en el Congreso, donde sus partidarios tienen una pequeña minoría.
Él espera que el enfoque en el “bolsonarismo” como la principal amenaza contra la “democracia” y la estabilidad desvíe la atención de los gigantescos problemas que enfrenta el pueblo trabajador en Brasil hoy.
El desempleo en Brasil es del 14.4 por ciento, más del doble de la tasa de 2014. En los últimos dos años, el número de brasileños que dicen que no pueden costearse suficiente comida ha aumentado en un 75 por ciento, a 33 millones. “Los precios son absurdamente altos”, dijo a Reuters Carla Marquez, madre de un niño de 5 años en Sao Paulo. “No tengo nada que darle”.
“Este país es el tercer productor más grande de alimentos del mundo, mientras que 30 millones de sus ciudadanos pasan hambre”, dijo al New Yorker Guilherme Boulos, fundador del Movimiento de Trabajadores sin Hogar. “¡Por supuesto que va a haber polarización!”