La Doctrina Monroe, cuyo bicentenario se conmemora este año, ha sido tema de innumerables artículos en la prensa. Muchos argumentan que la política exterior anunciada por el presidente norteamericano James Monroe en 1823 fue una declaración de designios “imperialistas” sobre América Latina, y que la trayectoria de Washington hoy día es simplemente una continuación de esa política.
Esa explicación es errónea. Confunde dos períodos históricos diferentes. Para comprender de dónde venimos y hacia dónde vamos, los trabajadores necesitamos estudiar la historia —las condiciones concretas y la evolución— del conflicto entre fuerzas de clase que ha impulsado la política estadounidense y mundial.
Hoy día vivimos en la época imperialista. Pero no podemos mirar la historia con lentes del siglo 21. Cuando Estados Unidos nació como república a fines del siglo 18, el capitalismo estaba en ascenso. Era el sistema social más progresista que el mundo jamás había visto, un avance revolucionario sobre la caduca sociedad feudal que había predominado durante siglos.
Entre los siglos 15 y 19, el capitalismo revolucionó y extendió a nivel mundial el comercio, la agricultura, la industria, el transporte y las comunicaciones. Las capacidades productivas de la humanidad se multiplicaron más que durante toda su existencia anterior.
Lo que es más importante, el capitalismo creó a la clase trabajadora: la única clase que tiene la capacidad y el interés material en dirigir una lucha exitosa para reemplazar el dominio de las clases propietarias y explotadoras con una sociedad organizada a favor de la gran mayoría.
Estados Unidos nació en una profunda rebelión popular. “La historia de la Norteamérica moderna y civilizada comenzó con una de las grandes guerras verdaderamente emancipadoras y revolucionarias”, explicó el dirigente revolucionario ruso V.I. Lenin en su “Carta a los trabajadores estadounidenses” en 1918.
“Esa fue la guerra que el pueblo estadounidense libró contra los bandidos británicos que oprimían a Estados Unidos y lo sometían a la esclavitud colonial”.
Durante la primera mitad del siglo 19, Estados Unidos se desarrolló rápidamente, expandiéndose de costa a costa. La Compra de Louisiana en 1803, la guerra con México de 1846-48 y el Tratado de Oregon de 1846: todo esto ayudó a asegurarles a los capitalistas estadounidenses las tierras, las vías fluviales, los puertos y el mercado interno que consolidaron una nación burguesa moderna.
Desde una perspectiva histórica, este proceso favorecía los intereses de clase del pueblo trabajador. Solo el desarrollo más completo del capitalismo podría llevar a cabo una expansión tan vasta de las fuerzas productivas y poner a la clase trabajadora en la posición más fuerte para encabezar las próximas batallas históricas por el avance de la humanidad. Una explicación más a fondo de esta dinámica se encuentra en el libro El trabajo, la naturaleza y la evolución de la humanidad: La visión larga de la historia, de Federico Engels, Carlos Marx, George Novack y Mary-Alice Waters.
Un nuevo paso de gigante se dio con la Segunda Revolución Norteamericana: la Guerra Civil de 1861-65, que derrocó el sistema de esclavitud, seguida por la Reconstrucción Radical. Cuando esa etapa concluyó en 1877, Marx escribió que ya se podían vislumbrar las fuerzas sociales que dirigirían la siguiente revolución estadounidense: la creciente clase trabajadora, los agricultores explotados del Oeste y la oprimida población negra.
Estados Unidos llegó a ser la nación políticamente más avanzada del mundo. Marx, fundador junto con Engels del movimiento obrero revolucionario moderno, la calificó como la “gran República Democrática”. La Carta de Derechos, incorporada a la Constitución como producto de las luchas de trabajadores y agricultores después de la Primera Revolución Norteamericana, contenía protecciones democráticas mucho más avanzadas que las existentes en Europa: libertad de expresión y asamblea, separación entre la iglesia y el estado, el derecho de los ciudadanos de portar armas y protección contra registros e incautaciones arbitrarios, entre otras.
Amenaza colonial europea
Ahora veamos dónde encaja la Doctrina Monroe en esta historia.
En un mensaje que dio ante el Congreso en 1823, el presidente Monroe advirtió a las potencias europeas que Washington no toleraría ninguna “futura colonización por parte de una potencia europea” o interferencia contra “gobiernos que han declarado su independencia” en el Hemisferio Occidental. Había buenos motivos para dicha preocupación.
A pesar de lo que argumentan hoy algunos opositores del imperialismo norteamericano, la mayor amenaza a las luchas por la independencia y la soberanía en América Latina y el Caribe durante la mayor parte del siglo 19 no fue Estados Unidos. Fueron las potencias europeas, ante todo Gran Bretaña.
El imperio británico continuó interfiriendo con la soberanía y la independencia económica del naciente Estados Unidos. Eso desembocó en la Guerra de 1812, y luego el apoyo que Londres brindó a los esclavistas sureños en la Guerra Civil norteamericana.
Los gobernantes británicos flexionaron sus músculos en toda América Latina y el Caribe, tratando de reemplazar como potencia dominante a España, la cual perdió la mayoría de sus colonias americanas entre 1810 y 1825.
Eduardo Galeano, en su obra clásica Las venas abiertas de América Latina, describe cómo los banqueros y comerciantes ingleses dominaban el mercado sudamericano de exportación: cobre chileno, nitrato peruano, café brasileño, carne argentina. Buques de guerra ingleses y franceses bloquearon Buenos Aires en 1845 para tratar de forzar a Argentina a aceptar la importación irrestricta de productos europeos.
La Doctrina Monroe
En 1822 el gobierno de Monroe reconoció las nuevas repúblicas de Chile, Argentina, Perú, México y Colombia, y poco después, la recién independizada Federación Centroamericana.
En cambio, en Europa, una coalición reaccionaria de las monarquías de Austria, Prusia y Rusia —“la Sagrada Alianza”— había derrotado a los ejércitos de Napoleón y estaba dejando clara su determinación de borrar todo vestigio de la Revolución Francesa y toda amenaza de republicanismo. Esas potencias también estaban preocupadas de que la invasión francesa de España había debilitado a la corona española y fomentado las guerras de independencia en las colonias del Nuevo Mundo. La Sagrada Alianza hizo preparativos para respaldar nuevos intentos de la monarquía borbónica española de subyugar a América insurgente.
Ese fue el contexto para la advertencia de Monroe a las potencias europeas de no interferir en los asuntos de las nuevas repúblicas latinoamericanas.
Hoy día, algunos opositores de Washington afirman que el “imperialismo” norteamericano ha intentado conquistar territorio latinoamericano desde que se fundó Estados Unidos. Pero eso no es correcto.
Antes de la Guerra Civil en Estados Unidos, pequeñas bandas de aventureros norteamericanos organizaron expediciones armadas a México, Centroamérica y Cuba. Pretendían apoderarse de tierras para los intereses esclavistas del Sur de Estados Unidos. El más connotado fue William Walker, quien desembarcó en Nicaragua en 1855, se autoproclamó presidente y declaró que la esclavitud ahí era legal, hasta que fue expulsado en 1857 por los ejércitos centroamericanos unidos.
Estas aventuras estaban condenadas históricamente al fracaso, como también lo estaba la guerra de conquista que la Confederación lanzó para crear un reaccionario imperio esclavista que se extendiera al Caribe.
Lincoln y Benito Juárez
La ilustración más clara del carácter progresista de la Doctrina Monroe ocurrió durante la Segunda Revolución Norteamericana. Fue la respuesta de la administración del presidente Abraham Lincoln ante la invasión y ocupación francesa de México.
En 1861 el gobierno mexicano de Benito Juárez, tras una guerra revolucionaria democrática en que venció el poder de las clases latifundistas semifeudales y la jerarquía católica, declaró una moratoria de dos años a unas impagables deudas externas. En respuesta, los gobiernos de Gran Bretaña, España y Francia lanzaron una intervención militar conjunta contra México, que Marx tildó como la “nueva Sagrada Alianza”. Se proponían no solo obligar a México a pagar la deuda sino apuntalar a las fuerzas de clase reaccionarias en ese país y recuperar una base de apoyo en América. También era un intento de las potencias europeas de apoyar a la esclavocracia en la Guerra Civil norteamericana.
Aunque los gobiernos británico y español se retiraron de esta aventura, el régimen francés de Napoleón III llevó a cabo la invasión e instaló al príncipe austríaco Maximiliano como emperador de México.
La administración Lincoln apoyó al gobierno de Juárez y se opuso a la guerra francesa contra México, que claramente violaba la Doctrina Monroe. Los generales Ulysses Grant y Philip Sheridan del Ejército de la Unión concentraron 50 mil tropas cerca de la frontera entre Texas y México y transfirieron armas a los juaristas.
Después del triunfo del Norte en la Guerra Civil, unos 3 mil veteranos del Ejército de la Unión cruzaron la frontera y combatieron como parte del ejército republicano de México. Y en Estados Unidos, desde San Francisco hasta Nueva Orleans, grupos como Los Defensores de la Doctrina Monroe y la Sociedad de Amigos de México celebraron mítines públicos para promover la solidaridad y reclutar a voluntarios para el ejército juarista. En 1867 las fuerzas de Juárez terminaron de expulsar a los invasores franceses, un triunfo revolucionario celebrado anualmente como el Cinco de Mayo.
No debe sorprendernos que José Martí, dirigente de la lucha independentista cubana contra España, escribió en 1889: “Amamos a la patria de Lincoln tanto como tememos a la patria de Cutting”. Francis Cutting era dirigente de la Liga Anexionista Americana, que hacía campaña para que Washington arrebatara a Cuba de España.
Martí estaba contrastando su admiración del legado revolucionario burgués de Estados Unidos con la transformación de Washington, ya en curso, en potencia imperialista.
Lo que explicaron Lenin y Sankara
Lenin, en su folleto de 1916, El imperialismo: Fase superior del capitalismo, fue quien mejor describió cómo el capitalismo mundial ya había perdido su carácter progresista. Explicó que el imperialismo está caracterizado por el dominio del capital financiero, el ascenso de los monopolios y la repartición del mundo entre las grandes potencias capitalistas.
Lenin señaló que la guerra de 1898 entre Washington y España por sus colonias —Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam— fue la primera guerra de la época imperialista.
El imperialismo, subrayó Lenin, no es una política elegida por un gobierno. La tendencia hacia la guerra y el saqueo es inherente al imperialismo. Solo se puede eliminar organizando un movimiento revolucionario de trabajadores y agricultores para tomar el poder estatal y derrocar el dominio capitalista.
Al aplicar un enfoque materialista histórico para comprender fenómenos como la Doctrina Monroe, también podemos aprender de Thomas Sankara, el destacado comunista y dirigente de la revolución popular de 1983-87 en la nación africana de Burkina Faso.
“Nuestra revolución en Burkina Faso”, dijo Sankara en un discurso en 1984, “se inspira en todas las experiencias del hombre desde su primer aliento”. Sacamos “lecciones de la Revolución Americana, lecciones de su victoria sobre el dominio colonial y de las consecuencias de dicha victoria. Hacemos nuestra la afirmación de la doctrina de la no injerencia de los europeos en los asuntos americanos y de los americanos en la asuntos europeos. Lo que Monroe proclamó en 1823, ‘América para los americanos’, nosotros lo repetimos diciendo, ‘África para los africanos’, ‘Burkina para los burkinabes’”.
Sankara rindió homenaje al poderoso legado de la Revolución Francesa de 1789, la Comuna de París de 1871 y “la gran revolución de octubre de 1917” dirigida por Lenin y los bolcheviques en Rusia.
“Somos herederos de todas la revoluciones del mundo”, afirmó Sankara.