Por decimoquinta semana consecutiva, decenas de miles de trabajadores y agricultores, pequeños empresarios y trabajadores por cuenta propia, provenientes desde la Francia provincial hasta los suburbios urbanos, se manifestaron en todo el país el 23 de febrero contra el presidente Emmanuel Macron y el gobierno francés. Están exigiendo salarios más altos, que cesen los ataques contra su sustento y la renuncia de Macron.
Si bien las protestas han disminuido de unas 300 mil personas manifestándose en las calles a nivel nacional el 17 de noviembre a unas 47 mil el 23 de febrero, según el gobierno, los manifestantes han demostrado su capacidad de resistencia.
A pesar de que el presidente francés suspendió el impuesto al combustible que desencadenó las protestas, además de conceder un pequeño aumento a algunos pensionarios y al salario mínimo; y a pesar de los ataques policiales y las calumnias de los medios de comunicación y de funcionarios contra el movimiento de los chalecos amarillo acusándolos de ser “violentos”, “antisemitas” e incluso “fascistas”, las protestas siguen teniendo apoyo popular y son un tema de amplio debate entre trabajadores.
Las masas de hombres y mujeres de la nada, que no están organizadas por partidos políticos y sindicatos existentes, reaccionaron a la crisis causada por el despiadado funcionamiento del sistema de ganancias capitalistas. Y odian a un gobierno que ven cada vez más como uno que gobierna para los ricos y que los trata con desprecio.
“Hacemos esto por todos”, dijo a Reuters Madeleine, una trabajadora desempleada de 33 años de edad, el 16 de febrero. Muchos dicen que por primera vez han encontrado “fraternidad” —es decir, solidaridad de la clase trabajadora— en estas movilizaciones. Ellos, como los trabajadores en otros países, han sido calificados como “deplorables” o “populistas”, desde Estados Unidos hasta Gran Bretaña, Italia y Europa Oriental.
Y el movimiento de los chalecos amarillos ha infundido temor dentro de los círculos gobernantes franceses y su séquito.
Muchos niños “ahora tienen curiosidad y quieren entender por qué sus padres están en este movimiento”, dijo Natasha, una manifestante de Pontault-Combault cerca de París, a los medios de comunicación. “Se interesan más por la política. Creo que tenemos que explicarles porque ese no es el tipo de cosas que aprenden en la escuela”.
El académico derechista francés Alain Finkielkraut, quien es judío, es ampliamente odiado por los trabajadores por sus opiniones antiobreras. Fue visto cerca de la marcha del 16 de febrero en París. Algunas personas le gritaron, “¡Fascista!”, “Sionista” y “¡Palestina! ¡Regresa a Israel!” mientras la mayoría de los manifestantes lo ignoraron.
Los funcionarios franceses y los medios de comunicación aprovecharon este incidente para manchar a los chalecos amarillos con acusaciones de antisemitismo. Esto hace juego con sus esfuerzos por pintar a los manifestantes como un grupo de marginados menos “inteligentes” que personas de la sociedad educada y que hay que mantenerlos bajo control.