LA HABANA — Llevaba dos días aquí a finales de abril como parte de un equipo internacional de voluntarios, ayudando a instalar el puesto de la editorial Pathfinder en la Feria Internacional del Libro de La Habana, cuando me comenzaron los síntomas de COVID-19.
Si hubiera sido cubana, el médico y enfermero de familia me habrían atendido, ya sea por visita domiciliaria o en su oficina a pocas cuadras de mi casa. Ya estarían al tanto de mi historial médico y el de toda mi familia, y estarían familiarizados con mi situación general de vida. Como a los otros cubanos, la atención médica no me costaría ni un centavo.
Pero siendo visitante del extranjero, unos amigos me llevaron a la Clínica Internacional Cira García. Después de un test de COVID que resultó positivo, una ambulancia me transportó a la Clínica Internacional Camilo Cienfuegos, que es mucho más grande.
Esta clínica —un renombrado centro de tratamiento oftalmológico— ha sido convertida en centro de aislamiento de COVID para visitantes extranjeros como yo. Aunque sigue cumpliendo su función original de forma más limitada, ha albergado ya a más de 2,500 pacientes con COVID desde el comienzo de la pandemia. El día de mi ingreso, 27 adultos y tres niños Covid-positivos (estos últimos acompañados de sus madres) se alojaban allí.
Mi ingreso fue rápido; me hicieron radiografías y electrocardiograma para evaluar el estado de mis pulmones y corazón, y me asignaron una sencilla e impecable habitación con baño privado. La totalidad de mis gastos allí fue cubierta por un seguro de salud incluido en el precio de mi boleto de avión a Cuba con una tarifa adicional de 3 dólares por día. Todo lo que el personal de la clínica me pidió fue mi pasaporte, tarjeta de embarque y comprobante del boleto de regreso.
Durante 13 días permanecí en aislamiento. Desafortunadamente, me perdí toda la feria del libro. Afortunadamente, estuve muy bien atendida y aprendí mucho, incluida gran parte de la información en este artículo.
Dos veces al día el personal de enfermería me tomaba los signos vitales y recibía dos visitas diarias de los médicos de guardia. Tres veces al día me servían sencillas y bien balanceadas comidas.
Después de 10 días de pruebas, los médicos determinaron que mis niveles de defensa no estaban aumentando lo suficiente como para combatir la infección y me recetaron Nasalferón, una forma de interferón en dosis bajas que se administra en forma de gotas nasales. El interferón se ha estado utilizando en Cuba como medicamento antiviral desde que se desarrolló por primera vez aquí a principios de la década de 1980.
Durante las primeras etapas de la pandemia, antes de que las vacunas estuvieran disponibles en Cuba, Nasalferón se administraba de manera general a los pacientes con COVID. Ahora solo se administra a pacientes de alto riesgo o a aquellos cuyo sistema inmunológico reacciona lentamente para superar la infección.
Al cabo de 13 días, finalmente la prueba de COVID resultó negativa y fui dada de alta. Los enfermeros y médicos me brindaron una afectuosa despedida.
Los trabajadores de la salud que conocí en la clínica estaban orgullosos del papel desempeñado en ayudar a combatir la pandemia. Orgullosos de que Cuba hubiera creado vacunas efectivas contra la COVID y de que brigadas de voluntarios médicos cubanos hubieran ayudado a combatir la pandemia en otros países. Hoy un 90 por ciento de la población cubana, incluidos los niños de 2 años en adelante, están completamente vacunados, y más del 50 por ciento están reforzados.
A la vez, el sistema de atención de la salud del país se ve agudamente afectado por el impacto de la crisis capitalista mundial, exacerbado en Cuba por el brutal endurecimiento de las sanciones económicas de Washington. Muchos de los medicamentos básicos, desde analgésicos a antihipertensivos, tienen que ser importados, y hoy son casi imposibles de encontrar. Ante esta crisis, en los últimos meses algunos trabajadores médicos cubanos se han ido a otros países.
Cómo combatieron la COVID
Durante el primer año de la pandemia, un bien organizado sistema de rastreo de contactos y centros de cuarentena, visitas a hogares de personas con dificultades motoras, sumado a otras medidas de salud pública, ayudaron a frenar la propagación del virus. El fuerte aumento de infecciones a mediados de 2021 retrocedió una vez que se implementaron las vacunas, y el país pudo levantar muchas restricciones a fines del año pasado. El día 15 de mayo, solo se registraban dos muertes por Covid en dos semanas.
Debido a los enormes costos involucrados en el mantenimiento de los centros de cuarentena —desde alimentos, aire acondicionado y suministros, hasta salarios de los trabajadores— hoy solo los niños pequeños (con sus madres), los ancianos y las personas con posibles complicaciones médicas están aislados en instalaciones médicas. La mayoría de los pacientes de COVID y sus contactos cumplen cuarentena en casa.
Llamé a Moraima López MacBean, una líder del Centro Comunitario Paulo Freire en La Lisa, un gran municipio obrero de La Habana. Me dijo que los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) del barrio han ayudado a organizar el suministro de comida a los que están aislados en casa, especialmente a los que viven solos o tienen discapacidades.
Sin embargo, el aislamiento social forzoso durante dos años de pandemia ha afectado a la gente, especialmente a los adultos mayores. Con una expectativa de vida comparable a la de los países imperialistas más desarrollados, Cuba tiene la población más anciana de las Américas, y más cubanos mayores que nunca viven solos.
López MacBean recalcó las múltiples iniciativas en Cuba para incorporar a los adultos mayores a la actividad social y productiva. Entre ellas: los Círculos de Abuelos (centros de atención diurna para personas mayores), la Universidad del Adulto Mayor para extensión educativa, y las sesiones de ejercicios de tai chi realizadas en vecindarios de toda Cuba. Bajo los protocolos pandémicos, estos programas fueron mayormente suspendidos.
“Para mí, lo más duro fue el final de los ejercicios diarios de tai chi”, dijo María Eugenia Quintana, de 86 años, residente de La Lisa y líder de la Universidad del Adulto Mayor.
El prolongado aislamiento social ha impactado la salud mental de muchos cubanos mayores. Yudeysi Aguilar, enfermera de la Clínica Camilo Cienfuegos, me dijo que ha visto una mayor demanda de servicios geriátricos y mentales en las clínicas de La Habana.
Los trabajadores de la salud que me atendieron estaban particularmente interesados en conocer la situación en Estados Unidos. Jesús, un enfermero, se sorprendió cuando describí cómo el pueblo trabajador en Estados Unidos —donde el sistema médico es un negocio capitalista con fines de lucro y con marcadas diferencias de clase en cómo son tratados trabajadores y patrones— se ha quedado librado a su suerte frente a la pandemia.
Algunos de aquellos con quienes hablé han tenido experiencia directa con las condiciones que enfrenta el pueblo trabajador bajo el capitalismo. El Dr. Silvio Saya, un anestesiólogo de unos 30 años, participó durante tres años en una misión médica internacionalista cubana en un pueblo del sur de Bolivia. “Me molestaba profundamente tener que cobrar a los pacientes por cirugías o análisis”, dijo respecto a la clínica donde trabajaba.
“Me encantó el trabajo que hacía y aprendí mucho. Pero nunca me acostumbré. Crecí educado con valores socialistas, no capitalistas”. Esos valores son el producto de una revolución socialista a través de la que el pueblo trabajador de Cuba derrocó el dominio capitalista, tomó el poder estatal y durante más de seis décadas ha luchado por transformar la sociedad.
Antes de dejar la clínica, le regalé al Dr. Saya un ejemplar de Zona roja, del periodista cubano Enrique Ubieta, uno de los libros más populares en el stand de Pathfinder durante la feria del libro. Es el relato de un testigo presencial de cómo los voluntarios médicos internacionalistas cubanos y su gobierno revolucionario fueron decisivos para poner fin a la epidemia del ébola en África Occidental entre 2014 y 2015. Él quedó encantado con el obsequio.